miércoles, noviembre 09, 2005

1ª entrega de los escritos de Marx sobre los comuneros

PUBLICADO EN WWW.IZCA.NET

KARL MARX

New York Daily Tribune, 9 de septiembre de 1854



La revolución ha asumido ya en España tan acusadamente el aspecto de un estado crónico que según nos informa nuestro corresponsal en Londres las clases ricas conservadoras han empezado a emigrar buscando seguridad en Francia. Ello no debe sorprender: España no ha adoptado nunca la moderna moda francesa, tan al uso en 1848, de empezar y terminar una revolución en tres días. Sus esfuerzos en este terreno son complejos y más prolongados. De tres años parece ser el plazo más breve a que se constriñe, si bien un ciclo revolucionario abarca a veces hasta nueve años. Así por ejemplo su primera revolución en lo que va de siglo se desarrollo desde 1808 hasta 1914, la segunda de 1820 a 1823 y la tercera de 1834 a 1843. Ni el más agudo político puede predecir cuánto durará la actual ni cual será su desenlace; pero no es exagerado afirmar que no hay en estos momentos zona alguna de Europa, ni siquiera Turquía con la guerra rusa, que ofrezca al observador reflexivo interés tan profundo como España.


Los alzamientos insurrecionales son en España tan antiguos como el gobierno de los favoritos reales, contra el que aquéllos se dirigen por lo común. Así, a finales del siglo XIV la aristocracia se sublevó contra el rey Juan II y su favorito, Don Álvaro de Luna. En el siglo XV tuvieron lugar conmociones aún más serias contra el rey Enrique IV y el jefe de su camarilla, don Juan de Pacheco marqués de Villena. En el siglo XVII el pueblo de Lisboa despedazó a Vasconcelos, el Sartorius del virrey español de Portugal, como habían hecho en Zaragoza con Santa Coloma, el favorito de Felipe IV. A finales del mismo siglo y bajo el reinado de Carlos II, el pueblo de Madrid se sublevó contra la camarilla de la reina, formada por la condesa de Barlepsch y los condes de Oropesa y Melgar, los cuales habían gravado todos los comestibles que entraban en la capital con pesados arbitrios que se repartían entre ellos. El pueblo se dirigió a Palacio y obligó al rey a asomarse al balcón y a denunciar él mismo la camarilla. El pueblo marchó entonces contra los palacios de los Condes de Oropesa y Melgar, saqueándolos e incendiándolos, e intento apoderarse de sus propietarios, los cuales, empero, tuvieron la suerte de poder escapar a costa de destierro perpetuo. El hecho que ocasionó la sublevación del siglo XV fue la traición cometida por el marqués de Villena, favorito de Enrique IV, al concertar con el Rey de Francia un tratado según el cual Cataluña debía ser cedida a Luis XI. Tres siglos más tarde, el tratado de Fontainebleau, concluido el 27 de octubre de 1807 y por el cual el favorito de Carlos IV y caballero de la reina don Manuel Godoy, Príncipe de la Paz, pactaba con Bonaparte el reparto de Portugal y la entrada de los ejércitos franceses en España, provocó en Madrid una insurrección popular contra el valido, la abdicación de Carlos IV, la subida de su hijo Fernando VII al trono, la entrada del ejército francés en España y la subsiguiente guerra por la independencia. La guerra española por la independencia empezó pues con una insurrección popular contra la camarilla, personificada esta vez por Manuel Godoy al modo como la guerra del siglo XV empezó con una sublevación contra la camarilla encarnada por el marqués de Villena. Del mismo modo comenzó la revolución de 1854 con la sublevación contra la camarilla, representada esta vez por la persona del conde de San Luis.


A pesar de estas repetidas insurrecciones no ha habido en España hasta el presente siglo revoluciones serias, exceptuando la guerra de la Junta Santa en tiempos de Carlos I, o Carlos V, como le llaman los alemanes. El pretexto inmediato, como a menudo ocurre, fue facilitado por la clique que bajo los auspicios de el cardenal Adriano exasperó a los castellanos por su insolente rapacidad, vendiendo los cargos públicos al mejor postor y haciéndose culpable de manifiestos cohechos de la justicia. Pero la oposición contra la camarilla flamenca no pasó de la superficie del movimiento. En el fondo se trataba de la defensa de las libertades de la España medieval contra los abusos del absolutismo moderno.


Puesta por Fernando el Católico e Isabel I la base material de la monarquía española mediante la unión de Aragón, Castilla y Granada, Carlos I emprendió la transformación de esa monarquía todavía feudal en una monarquía absoluta. Procedió simultáneamente contra los dos pilares de la libertad española, las Cortes y los Ayuntamientos – modificación las primeras de los antiguos concilia medievales y heredados los últimos, generalmente sin solución de continuidad, de los tiempos romanos, y afectados aun por el carácter mixto hereditario y electivo de las municipalidades de aquella época - . Por lo que hace al autogobierno municipal, las ciudades de Italia, Provenza, la Galia del Norte,. Gran Bretaña y parte de Alemania presentan grandes semejanza con el estado de las ciudades españolas de la época; pero ni los Estados Generales franceses ni el Parlamento medieval británico pueden compararse con las Cortes españolas. En la formación del reino de España se dieron circunstancias especialmente favorables para la limitación del poder real. Por una parte, las tierras de la Península fueron reconquistadas poco a poco durante las largas luchas contra los árabes y estructuradas en reinos diversos y separados. En esas luchas nacieron leyes y costumbres populares. Realizadas principalmente por los nobles, las conquistas ulteriores otorgaron a estos un poder grande, mientras disminuían el del rey. Por otro lado, las ciudades y villas del interior adquirieron una gran robustez interna por la necesidad en la que la población se encontraba de fundarlas para vivir en comunidades cerradas como plazas fuertes, única manera de conseguir cierta seguridad frente a las continuas incursiones de los moros; al mismo tiempo, la conformación peninsular del país y el constante intercambio con Provenza e Italia dieron nacimiento a importantes ciudades comerciales y marítimas en la costa. Ya en época tan temprana como es el siglo XIV las ciudades constituían el elemento mas poderoso de las Cortes, compuestas por sus representantes junto con los del clero y la nobleza, Es pues digno de notarse que la lenta reconquista contra el dominio moro en una obstinada lucha de casi ochocientos años dio a la Península en el momento de su plena emancipación un carácter enteramente diverso del de la Europa contemporánea; al empezar la época de la resurrección europea; España se encuentra con las costumbres de godos y vándalos en el norte y la de los árabes en el sur.


Vuelto Carlos I de Alemania, donde había conseguido la dignidad imperial, las Cortes se reunieron en Valladolid para coronarle luego que él jurara las antiguas leyes. En lugar de presentarse, Carlos envió representantes que, según pretendía, debían recibir de las Cortes el juramento de fidelidad. Las Cortes se negaron a admitir a aquellos delegados a su presencia, comunicando al monarca que si no se presentaba él mismo y juraba las leyes del país no sería reconocido como rey de España. Carlos cedió entonces; compareció ante las Cortes y prestó juramento – de muy mala gana, según los historiadores-. Las Cortes le dijeron en esta ocasión: “Debéis saber, Señor, que el rey es un servidor de la nación” Así empezaron las hostilidades entre Carlos I y las ciudades. A consecuencia de las intrigas del rey estallaron en Castilla numerosas insurrecciones, se constituyó la Santa Liga de Ávila y las ciudades unidas convocaron Cortes en Tordesillas, de donde partió el 20 de octubre de 1520 una “protesta contra los abusos” dirigida al rey, y en contestación a la cual éste privó de sus derechos personales a todos los diputados reunidos en Tordesillas. La guerra civil se hizo entonces inevitable y los comuneros tomaron las armas; bajo el mando de Padilla, sus mesnadas tomaron la fortaleza de Torrelobatón, pero fueron finalmente derrotados por fuerzas superiores en la batalla de Villalar, el 23 de abril de 1521. Rodaron por el cadalso las cabezas de los principales “conspiradores” y desaparecieron las antiguas libertades en España.


Varias circunstancias conspiraron en favor de la llegada del absolutismo al poder. La falta de unión entre las diferentes regiones privó a sus esfuerzos del necesario vigor; pero Carlos se valió ante todo el agudo antagonismo existente entre la clase de los nobles y la de los vecinos de las ciudades para degradar a ambas. Hemos indicado ya que desde el siglo XIV la influencia de las ciudades era predominante en las Cortes; desde Fernando el Católico la Santa Hermandad fue un poderoso instrumento puesto en manos de las ciudades contra los nobles castellanos, los cuales importaron a aquella institución la violación de sus antiguos privilegios y de su vieja jurisdicción. Consecuentemente, la nobleza se mostró muy dispuesta a apoyar a Carlos I en su proyecto de destruir la Junta Santa. Aplastada su resistencia armada, Carlos se ocupó personalmente en reducir los privilegios municipales de las ciudades, las cuales, disminuyendo rápidamente de población, riqueza e importancia, perdieron pronto su influencia en las Cortes. El rey se dirigió entonces contra los nobles, que si bien le habían asistido en la destrucción de las libertades ciudadanas seguían teniendo ellos mismos una importancia política considerable. Motines provocados en sus ejércitos por la falta de paga le obligaron a reunir Cortes en 1539 para obtener un subsidio en dinero; pero las Cortes rechazaron la petición, indignadas por el uso ilegítimo hecho por el rey de anteriores subsidios, aplicados a operaciones ajenas a los intereses de España. Enfurecido disolvió Carlos las Cortes, y al insistir los nobles en su privilegio de exención de impuestos declaró que quienes reivindicaban tal privilegió no tenían derecho a personarse en las Cortes, y los excluyó consecuentemente de la asamblea. Esto fue un golpe de muerte para las Cortes, a partir de ese momentos, sus reuniones se redujeron a meras ceremonias formales, breves por lo demás. El tercer elemento de la antigua constitución de las Cortes – a saber, el clero-, alistado desde Fernando el Católico bajo la bandera de la Inquisición, había dejado hacía tiempo de identificar sus intereses con los de la España feudal. Muy al contrario, gracias a la Inquisición se convirtió en el instrumento más formidable del absolutismo.


Si tras el reinado de Carlos I la decadencia de España en los terrenos político y social exhibe todos los síntomas de larga y nada gloriosa putrefacción que caracterizaban los peores tiempos del Imperio turco, bajo el emperador mismo las viejas libertades fueron en fin de cuentas enterradas en un sepulcro magnífico. Ésta es la época en que Vasco Núñez de Balboa planta el pendón de Castilla en las costas de Darién, mientras Cortés lo hace en México y Pizarro en Perú; la época en que la influencia española gobernó Europa y la meridional imaginación de los iberos se conturbó con visiones de Eldorados, caballerescas aventuras y sueños de monarquía universal. La libertad española murió bajo torrentes de oro entre el fragor de las armas y el resplandor terrible de los autos de fe.


¿Cómo, empero, dar razón del singular fenómeno consistente en que tras casi tres siglos de una dinastía habsburguesa seguida de otra borbónica – cada una de las cuales se basta y se sobra para aplastar a un pueblo- sobrevivan más o menos las libertades municipales de España, y que precisamente en el país en que, de entre todos los estados feudales, surgió la monarquía absoluta en su forma menos mitigada no haya conseguido sin embargo echar raíces la centralización? La respuesta no es difícil. Las grandes monarquías se formaron en el siglo XVI y se asentaron en todas partes con la decadencia de las antagónicas clases feudales -la aristocracia y las ciudades-. Pero en los demás grandes estados de Europa la monarquía absoluta se presentó como un foco civilizador, como la promotora de la unidad social. Fue en ellos el laboratorio donde se mezclaron y elaboraron los diversos elementos de la sociedad, de modo tal que indujo a las ciudades a abandonar la independencia local y la soberanía medievales a cambio de la ley general de las clases medias y del común dominio de la sociedad civil. En España, por el contrario, mientras la aristocracia se sumía en la degradación sin perder sus peores privilegios,las ciudades perdieron su poder medieval sin ganar en importancia moderna.


Desde el establecimientos de la monarquía absoluta vegetaron las ciudades en un estado de continua decadencia. No podemos enumerar aquí las circunstancias políticas o económicas que arruinaron el comercio, la industria, la navegación y la agricultura de España. Basta para el presente objeto con recordar simplemente el hecho de esa ruina. Al declinar la vida comercial e industrial de las ciudades se hizo cada vez más escaso el tráfico interior y menos frecuente la mezcla de habitantes de las distintas regiones, se descuidaron los medios de comunicación y se abandonaron los grandes caminos. Así la vida local de España, la independencia de sus regiones y municipios, la diversidad del estado de la sociedad, fenómenos basados originariamente en la configuración física del país y desarrollados históricamente por la diversidad de los modos cómo las distintas regiones se emanciparon de la dominación mora para formar pequeñas entidades independientes, todo eso se vio finalmente reforzado y confirmado por la revolución económica que agostó las fuentes de la actividad nacional. Y así la monarquía absoluta encontró ya en España una base material que por su propia naturaleza repelía la centralización, ella misma hizo además cuanto estuvo en su poder para impedir que se desenrollaran intereses comunes basados en una división nacional del trabajo y en una multiplicación del tráfico interior -única y verdadera base sobre la que poder crear un sistema administrativo uniforme y el dominio de las leyes generales-. Así, pues, la monarquía absoluta española, a pesar de su superficial semejanza con las monarquías absolutas de Europa en general, debe ser más bien catalogada junto con formas asiáticas de gobierno. Como Turquía, España siguió siendo un conglomerado de repúblicas mal regidas con un soberano nominal al frente. El despotismo presentaba caracteres diversos en las distintas regiones a causa de la arbitraria interpretación de la ley general por virreyes y gobernadores; pero a pesar de ser despótico, el gobierno no impidió que subsistieran en las regiones los varios derechos y costumbres, monedas, estandartes o colores militares, ni siquiera sus respectivos sistemas fiscales. El despotismo oriental no ataca el autogobierno municipal sino cuando éste se opone directamente a sus intereses, y permite muy gustosamente a estas instituciones continuar su vida mientras dispensen a sus delicados hombros de la fatiga de cualquier carga y le ahorren la molestia de la administración regular.


Y así pudo ocurrir que Napoleón, el cual - al igual que todos su contemporáneos- consideraba a España como un cuerpo inanimado, sufriera la fatal sorpresa de descubrir que si el Estado Español había muerto, la sociedad española estaba llena de vida y cada parte de ella rebosaba capacidad de resistencia. Por el tratado de Fontainebleau había mandado sus tropas a Madrid; tras haber atraído a la familiar real a la entrevista de Bayona obligó a Carlos IV a retractarse de su abdicación y a transferirle a continuación sus poderes; por último, intimidó también a Fernando VII hasta conseguir de él la misma declaración. Trasladado a Compiegne Carlos IV, la reina y el Príncipe de la Paz, e internados en el castillo de Valençay Fernando VII y sus hermanos, Bonaparte confirió la corona de España a su hermano José y reunió una Junta española en Bayona, proveyendo a uno y otra con una de sus constituciones, “listas para llevar”. No viendo nada vivo en la monarquía española, sino la miserable dinastía que él mismo tenía a buen recaudo, se sintió completamente seguro de su dominio en España. Pero ya pocos días después de su coup de main recibía la noticia de una insurrección en Madrid. Murat, ciertamente, reprimió el motín con un millar de muertes; pero al conocerse la noticia de esa matanza estalló una insurrección en Asturias y poco después el movimiento se extendía por todo el territorio. Hay que observar que el primer movimiento se originó espontáneamente en el pueblo, mientras las clases superiores se sometían pacíficamente al yugo extranjero.


Así se preparó España para su reciente carrera revolucionaria, y se vio lanzada a las luchas que han caracterizado su desarrollo en el presente siglo. Los hechos y las influencias que hemos enumerado sucintamente actúan aún en la conformación de sus destinos y en la dirección de los impulsos de su pueblos. Por eso los hemos presentado no sólo como conocimiento necesario para el enjuiciamiento de la crisis actual, sino también para la comprensión de todo lo que España ha hecho y sufrido desde la usurpación napoleónica; un periodo, pues, de casi cincuenta años, que no carece de episodios trágicos ni de esfuerzos heroicos, y que, en resolución es uno de los capítulos más emocionantes e instructivos de toda la historia moderna.

KARL MARX

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